Hogar General
La explotación turística destruye el alma de mi hogar materno, obligándome a actuar de manera insospechada
Mi familia materna vivía en pleno centro de Sevilla, cerca de la Maestranza, en una calle General Castaños que terminaba siendo callejón estrecho y modesto. La casa de dos plantas tenía una ventana tan grande que las hermanas, mi madre y mi tía, podían jugar sentadas en su poyete. Dentro, se compartía un patio interior con otros vecinos. Mi abuela se había separado de su marido. No había divorcio en aquellos infelices tiempos militares siempre añorados, pero supongo que habría matrimonios que cesaban de forma natural. Desde entonces sus dos hijas quedaron huérfanas a pesar de que su ausente padre vivía.
Mi abuela trabajaba en un comedor militar, la Maestranza de Caballería, que se carmenó hasta dejarla hecha un solar en el que, más tarde, para completar la desolación de aquel sitio, se levantó el Teatro. Habría que borrar nuestra actual imagen vacacional del centro e ilustrarla con cuadrillas de soldados, descargadores del puerto, labriegos que huían de la vida dura de los alrededores de Sevilla y, también, de Huelva o de Cádiz. La familia de mi madre vino desde Cantillana.
Hace poco descubrí que la casa ha sido reformada y se presenta ante los desconocidos como piso turístico escondido tras los humildes y blancos muros mudéjares. El apartamento pertenece al estudio de arquitectura A-Cero, empresa propiedad de Joaquín Torres y Rafael Llamazares, que publicitan su firma admitiendo que han construido tres millones de metros cuadrados de viviendas de lujo por todo el mundo. Ellos se han encargado del interiorismo, o sea, de decorarlo con el fin de ofrecer a los que paguen el experimentar cómo sería vivir igual que un rico durante unos días. El estilo del interior parece global, universal, futurista. Se usan grandes cristaleras, entrando la luz sobre muebles de formas redondeadas… hasta hacer que uno se pregunte si ese mismo apartamento podría estar en cualquier parte de esos tres millones de metros cuadrados construidos, desde Dubái a Pekín.
En realidad, no importa dónde esté. Es un espacio conceptual internacional, tan virtual como lo que tenemos en nuestros teléfonos. Se organiza todo según un ideal anónimo, convertiéndolo en un hogar general. Otro ejemplo. Mi madre y mi tía iban a un colegio que, en tiempos, fue el hogar de Ximénez de Enciso, poeta. El patio interior, sus galerías, sus aposentos, la hacían una casa noble sevillana del siglo XVII. Ahora se la ha reducido a hotel boutique de lujosos afeites. Las calles, los edificios históricos, los hogares modestos, se disponen de tal forma para que nadie sea consciente de su propia vida. Se ha construido un escapismo arquitectónico, fruto directo del virtual. Como en una letrilla que solía cantarse en mi familia… creo que decía:
entre el mieo por el mañana
y la pena por lo pasao
corremos de un lao pal’otro
con lo’ ojito’ cerrao’
Al descubrir que el ayer familiar compartido lo habían disfrazado tanto, me llevó a intentar hacer una intervención artística. En mi acto de protesta, pasaría un día en la antigua casa materna y dejaría allí unos retratos familiares a manera de adorno, por un instante, con el objetivo de tomar unas fotos instantáneas del acto. Mi propósito final: quizás, una exhibición en alguna galería o, incluso, en el centro cultural del Arenal, emplazado en una calle cercana.
Este ímpetu parece denunciar que yo tuviera una gran conexión con los recuerdos de la familia o, aún peor, nostalgia por el ayer de la capital. Mas, desde siempre, quizás sea algo generacional, la historia familiar o local no me interesaba, ya que anhelaba un futuro de ciudades modernas a la manera de Londres. No me vincula ninguna corriente nostálgica ni idealizo el mirar atrás. Soy consciente de la dureza, la miseria y la desesperación comunes durante décadas, también, en la zona central de Sevilla.
Incluso, uno podría ver algo de justicia social en el desastre, ya que la maquinaria no distingue clases. Por ejemplo, un procurador que, en el pasado, hubiera intervenido en un desahucio de un corral de vecinos cerca de la Plaza de las Cruces y que tenga una casa en el Barrio de Santa Cruz, ahora puede ver que él también está siendo expulsado de su hogar. De manera más sutil y menos traumática, claro.
Pasado el tiempo, tuve una revelación: realizar un proyecto de fotografía, una intervención artística, no era el camino adecuado. Si soy sincero, suele haber un poso, o pozo, de vanidad, de esa voluntad de autopromoción casi obligatoria para los creadores, forzados a participar en ese culto a la personalidad que se encierra en la creación de marcas personales. Cualquier causa, aunque sean muy válidos los argumentos que se tengan al defenderla, acaba añadiéndose a un flujo de información en el infinito caer por unas pantallas que se actualizan al segundo devorándolo todo. Mi protesta ocuparía un espacio efímero en la atención dispersa de los desconocidos. Además, si quería pasar ese día en el apartamento, tendría que pagar, convirtiéndome en cómplice.
El plantearnos cómo enfrentarse artísticamente o intelectualmente a un poder capaz de destruir barrios enteros nos obliga a buscar otros caminos. Se hace necesario volver atrás en el tiempo, actuar cara a cara. Decido hablar con los vecinos, que ellos me cuenten sus historias, sus necesidades, y así no quedarme en la superficie. Estas inquietudes compartidas en modestas reuniones poseen dentro la semilla del cambio. Es algo anónimo y costoso, que te obliga a comunicarte y ponerte de acuerdo con los demás. Por tanto, no es atractivo. Tampoco mejorará mi marca personal ni mi reputación artística.
Quizás la única posibilidad sea esta: crear plataformas, pero no digitales, sino humanas, que hablen, denuncien y busquen una solución a tanta deshechura. Ellas cambiarán el destino de estos barrios. Estoy seguro de que, aunque esto provocará la risa de muchos, pronto habrá hogares de gente humilde en los centros de las ciudades, en los cascos históricos. Se verá este presente como un pasado extraño, una anomalía propia de un tiempo en el que no sabíamos controlar la tecnología y los nuevos medios de abuso.