Las Aguas Maternas

Antonio Palacios Rojo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hélène Cixous, en su piso de  Manhattan, vio con claridad en su pecho una cicatriz de unos veinte centímetros, mas, al intentar tocarla, comprobó que no existía. Los juglares de nuestra norteña esquina celta sentían la vastedad del mar a modo de un espejo de los océanos interiores. Por ello, en sus coplas, trovadores como Martín Códax o Meendiño, ante el cerco de las olas, adoptaban la postura de una joven dama a la deriva que preguntaba al agua sobre las andanzas de su amigo, dudando si su compañero llegaría para salvarla de una muerte en alta mar. Estos cantores se convertían en dama al enfrentarse ante la inmensidad de los azules del cielo o del piélago, se mostraban débiles ante la ausencia de un salvador amado. Los trovadores sentían el desamparo de las mujeres de su tiempo, obligadas a buscar siempre un hombre que las rescatara de su postración, ya fuera un marido, un chulo o un padre eterno.

Briseida lloró al ver a Patroclo todo cortado, como la carne que se prepara para la comida, pues vio en ese rojo y rosa pálido las pasadas heridas mortales de su marido muerto, el rey Mines. En su duelo, recordó cómo Aquiles saqueó su ciudad, cómo asesinó a su esposo, cómo la raptó y la esclavizó, convertida ahora en parte de un botín. En aquella ocasión, Patroclo no la dejó llorar sus pérdidas, intentando convencerla de que, en ver de perderlo todo, acababa de ganar como compañero a un héroe, Aquiles. Ahora, bello y muerto, Patroclo no puede impedir que llore por todas sus penas, al igual que el resto de plañideras. Ni siquiera Briseida le guarda rencor por aquel razonamiento cruel, pues al morirnos nos ennoblecemos, consecuencia de la bella muerte.

Aquiles se enamoró de Pentesilea al mirarla a los ojos mientras le asentaba el golpe mortal. Su mirada pasaba de tener el brillo de lo vivo a la fijeza del fin, entonces, el héroe sintió ternura por la amazona. No habrá lloros ni funeral en honor a Aquiles, que ha de morir en el silencio de lo futuro, fuera de los cantos con los que los vagabundos entretenían a los ociosos. En los versos voceados se alude a su fin, incluso lo lamentan antes de que ocurra. Patroclo murió de la misma forma que una res sacrificada. Recibió dos golpes que lo aturdieron, de la mano de Apolo, y un golpe de gracia, de mano de Héctor. Suponemos que Apolo también se encargó de acabar con el rubio.

Aunque el verdadero sarcófago de Aquiles se encuentra en cada voz de la Ilíada. La palabra sema, para los griegos que la escuchaban, significaba tanto la tumba del héroe así como señal, significado. Homero robó muchos de los versos que no le pertenecían para firmar un poema que indica dónde reposa el cuerpo del héroe, mucho antes de que este muera. A modo de semidiós, a Aquiles el final le llega justo a tiempo, y la manera en la que da su último aliento justifica su existencia. La vida de este asesino capaz de enamorarse de su víctima justo antes de acabar con ella, estableció para siempre que la mujer, ya sea Helena o Briseida, es el botín del héroe, su más preciada posesión. Para defender sus derechos sobre ella, había que matar y dar la propia vida si fuera preciso.

Un amor sangriento como el sentido por toda la Élide hacia Atenas. Pericles cuenta que tal cariño extremado hacía que cada persona no pensara en sí misma, sino en la suma de muchos, en la muchedumbre ateniense de la que formaban parte cuando entraban por uno de los numerosos caminos de entrada a la capital. De tal forma que, durante el primer año de la guerra del Peloponeso, las familias de los que, empujados al abismo por la seductora metrópolis, cayeron en la batalla, cantaban elogios eternos mientras cavaban una sepultura que sería venerada por el resto de los atenienses. Si Pericles pasaba cerca, nadie le reprochaba nada, sino que le decían que besara de su parte a su mujer Aspasia. Este amor a una ciudad era una secreta forma de rebeldía ante el poder del héroe homérico, del tirano, una forma de hacer ver que el pueblo sabía que el mundo fue creado por una diosa, las Aguas, y que la tierra que pisaban eran los descuartizados restos del cadáver de una madre asesinada.   

Esta pasión desesperada también se sentía en el Madrid acorralado por el tirano en la guerra civil. Otto Kanz, como cabeza en la capital de la Agence Espagne tenía que organizar visitas a una villa a medio derruir. A duquesas y parlamentarios ingleses se les llenaba la boca de polvo y arena que soplaba entre las ruinas. El sol les caía en plena cara al llegarles sus rayos a los ojos, las fachadas caídas ya no impedían que les golpeara cuando se alzaba a lo alto. Al llegar al zoo, todavía abierto los domingos, se escuchó el silbido ascendente de una bomba que anunciaba la caída a sus pies. Al echar a correr, un guardia les advirtió que la muerte no les iba a alcanzar. Aquel espantoso presagio lo solía silbar una cacatúa que lo había aprendido de tanto escucharlo.

El último sonido que salió del pico del ave blanca fue de dolor, al sentir cómo le retorcían el cuello. Los vecinos no aguantaban por más tiempo el pánico pasajero provocado por la perfecta imitación de la caída de la muerte. No sabemos si los leones probaron las tiernas y ácidas carnes del ajusticiado, aunque estos animales comían más a menudo que muchos de los sitiados, unos madrileños que se quedaban sordos por culpa de los bombardeos. Las ondas expansivas hacían botar en el aire a los escondidos en los refugios, el retumbar del ataque les taponaba los oídos por unos minutos, sumergidos en el agua del silencio forzado.

Muchos no lo podían aguantar y los temblores de manos les duraba meses, presas de una angustia parecida a la que obligó a una cebra del zoo a galopar contra un muro de piedra. Su último aliento sonó como el relinchar mudo de la cabeza de caballo apresada en el Guernica de Picasso. Muchas noches más tarde, una madrugada de 1954, Jorge Guillén no podía dormir. Los versos de un soneto de Góngora resonaban en su cabeza:

 

Descaminado, enfermo, peregrino,

en tenebrosa noche, con pie incierto,

la confusión pisando de el desierto,

voces en vano dio, pasos  sin tino.

 

Para conjurar esa sensación de andar perdido, tan semejante a ir a ciegas por la casa en lo oscuro, sin encontrar refugio alguno de la angustia, escribió un soneto parecido que tituló El descaminado. Góngora le dio otro título a su creación: De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado. Qué sensación la de reconocer el olor familiar de un hogar, la de poder caminar con los ojos cerrados por una habitación, pues se sabe dónde queda cada cosa, la de encontrar un abrazo amigo en el que amadrigarse. Jorge Guillén quería transmitir el sentimiento del huérfano sin una madre, sentía que los horrores de la guerra venían porque la humanidad andaba descaminada desde que ignoró el principio femenino de la creación.

Rumi enseñaba que el pájaro que cruza el cielo sigue un camino que no podemos ver, pero de lindes tan ciertas como los muros de piedra de una ciudad. Algunos de ellos hallan la forma de elipses que ascienden cada vez más, aprovechando las corrientes de aire que lo alzan mientras le acarician las plumas y lo aleja de los otros pájaros. El persa añadía que, aunque así no lograría llegar al cielo divino, al menos lograba volar más cerca de Dios.

Por contra, nos advertía de ese “espíritu demoníaco” que nos susurra al oído que sigamos la senda llena de huellas pertenecientes a las caravanas que nos precedieron, de ese malvado que nos echa el brazo por el hombro, mientras nos señala el camino trillado. Ya que si sucumbes a ese buen consejo, descubrirás que leones o lobos te aguardan con la intención de probar tu carne, de la misma forma que devoraron a los que pasaron por delante de ti. Los animales pueden oler dónde encontrar presas fáciles. Todos los que escogieron ese camino creyeron que, al final, les esperaba la fama, la riqueza, el poder. Esos varones que aconsejaron seguir la senda del héroe, mandaron al desastre a millones de víctimas inocentes.

Durante el sitio de Madrid, además del zoo, la oficina central de Correos abría sus puertas a aquellos que quisieran depositar sus cartas en los buzones hendidos en los muros derruidos. Sentir el polvo de los escombros bajo los pies no acababa con la esperanza de los que pretendían que sus papeles fueran leídos por otros. Los destinatarios, si llegaban a leer esas misivas, apenas seguían el camino de los renglones, debido a que las ansias de saber del ausente les llevaría a olvidarlos y quedarse con la esencia de lo escrito. Este debería ser el ánimo de todo el que se dedica a escribir, lograr que, como el pájaro parece que vuela libre sin seguir senda alguna, la persona que lee crea que lo hace sin seguir las líneas que fijan los ojos, poseída por el ánimo que se funde con las palabras en libertad, unida a las demás criaturas en el amor a una invisible Atenas literaria. Ese es el camino de la diosa madre, la senda que borraron sumos sacerdotes, reyes y poetastros.

Christopher Marlowe pensaba en la belleza pálida de Edward Alleyn el Joven, que encarnaría a la reina Zenócrata en la obra que estaba escribiendo. Entre el rumor borracho de una taberna en Deptford, sonó en su cabeza una imagen escrita, ciervos de tanta blancura como la leche”. Él sabía que los ciervos eran figuras literarias que aludían a la luz. O sea, Marlowe quería susurrar entre líneas una referencia a un resplandor blanco. Esa blanca llamarada de ver aparecer de repente a la belleza de un joven vestido con ropas de mujer, con la cara tan pálida como la luna muerta.

Tras eso, le llegó otro verso:  “serás arrastrada por entre balsas heladas”. Esas aguas fijadas en las cumbres por el frío aludían al intelecto, a la sabiduría. Ya tenía dos valores femeninos, la belleza y la inteligencia. Le faltaba un tercer poder. Entonces escribió, “que por culpa de tu belleza bajarán pronto”, mientras imaginaba esos fluidos amorosos caídos por entre las piernas de la mujer mientras se aparea. Pues él sabía del poder del sexo femenino, de la vagina, que dejaba sin armas a los demás hombres, incluidos los tiranos crueles como el protagonista de la obra, Tamerlán. Ellas aprendían desde pequeñas a usar la seducción, empleando su belleza, pues sabían que todos ellos solo buscaban un forma de llegar hasta su sexo. Ese era el triste camino femenino: la prostitución, el casamiento. Toda esa sabiduría que escondían y que el poeta también asociaba a la mujer, tenía que ser ejercida por los hombres, como los papeles de las jóvenes y las mayores eran actuados por los jóvenes y los mayores. Entonces, una iluminación le llegó como si fuera un resplandor. Él, Marlowe, poeta, dramaturgo, también era como ese actor que hacía las veces de mujer pues se prohibía la presencia femenina sobre los escenarios. Sí, el sustituía a las autoras porque se prohibía la presencia femenina en las artes. Una prohibición no escrita por ley alguna, sino asumida como natural, la ley más fuerte de todas. Sin preocupación por esta tragedia, terminó de escribir el siguiente pasaje.

 

TAMERLÁN:

¿ Zenócrata desdeña nuestra vida en común?

¿O a ustedes, como mi séquito, señores míos?

¿Crees que pondero este tesoro más que a ti?

Ni con el oro entre los ricos brazos de la India

tendrías al raso más mezquino del cortejo.

Zenócrata, más blanda que el amor de Júpiter,

Zenócrata, brillas más que la plata del Ródope,

que la nieve más blanca de colinas escitas

más lucida, tu persona para Tamerlán

más vale que detentar esa corona persa

que al nacer las buenas estrellas me prometieron.

Montados en corceles, te atenderán cien tártaros

más veloces que Pegaso. Tus prendas serán

de seda meda, compuestas con joyas preciosas

de mi posesión, más estimadas y preciadas

que las de Zenócrata; en un trineo de marfil

con ciervos de tanta blancura como la leche

serás arrastrada por entre balsas heladas,

y escalarás altas cumbres glaciares de montes,

que por culpa de tu belleza bajarán pronto:

precios marciales, con quinientos hombres ganados,

sobre las olas del Volga de cincuenta afluentes,

a Zenócrata se lo ofreceremos todo ello,

y más tarde a la bella Zenócrata a mí mismo.

Flann O’Brien demostró una hombría sin igual al trabar narraciones sin apenas mujeres. Pero él sabía que toda literatura es literatura femenina. En su cabeza, asemejaba la posición sedente del escritor a esas madres que parían en cuclillas agarradas a un árbol, en la mañana del tiempo. De ahí la aversión de O’Brien a incluir un extenso elenco femenino en sus historias. No querría que nadie sospechara de su verdadero género cuando se ponía a escribir.

Así que se levantó de la cama, en la que reposaba todo vestido, y se dispuso a teclear en su máquina de escribir. Mientras miraba de vez en cuando por la ventana de su casa de Clontarf Road a un verde y un azul mojados, preñó una carta de una tal Luna O’Connor para el The Irish Times en la se llegaba a una sorprendente conclusión: la firma O’Brien ocultaba a una dama; a una escritora de poblado bigote militar propio de todo filósofo que se precie, el vello facial no debe ser una prerrogativa masculina, o bien una joven talentosa con las hechuras de una Miss 1940. La supuesta autora de la misiva no aportaba prueba alguna, solo su corazonada. Como argumento, Flann se ríe de la imagen que se tiene de la mujer y defiende que, tras una lectura atenta, uno descubre que tras esa prosa hay “alguien tan humana, débil y alocada como yo. Incluso se inventa el nombre de la supuesta dama que sería la autora verdadera: Evelyn McDonnell.

Además, la misiva contenía otro hallazgo filológico de gran envergadura: los principales autores modernistas tenían la nacionalidad irlandesa; incluida la autora natural de Galway Josephine Cumisky, más conocida por su seudónimo, Joseph Conrad. Esta chica tenía el mar en sus venas. Pasó de ser una sedentaria y estilizada señorita que paseaba soñadora por las pendientes suaves de Galway, a una fornida hembra tan mal hablada como cualquier estibador de baja estofa preparándose para una tormenta inminente. Todo ello a fuerza de dominar el argot marino. Por tanto, la mirada distraída del curioso siempre creía ver en ella a un rudo marinero. En unas de sus navegaciones, Conrad arribó ante la presencia de George Sand, que lucía un traje propio de los caballeros más distinguidos de su época. La impresión causada en la hembra marinera la llevó a casarse con tan imponente señora.       

Esta mareante transformación que revelaba un secreto central de la escritura no tenía nada que envidiar a otra, la ocurrida en la versión teatral de La crónica de Dalkey, la novela de Flann O’Brien. En una escena, el sargento Fottrell acaba por convertirse en su bicicleta de tanto hacer la ronda montado en ella. Un nutrido grupo en la platea rió; la metamorfosis había ocurrido al estar apoyada en una puerta en la que se podía leer MNÁ. El resto no supo dónde estaba la gracia. Esas risas las provocaba el saber que el sargento Fottrell no sólo había pasado a ser un objeto, había cambiado de sexo, era una bicicleta. La transformación había ocurrido al dejar el vehículo apoyado en la puerta del servicio de señoras, como se anunciaba en las siglas MNÁ escritas sobre la madera.

En la taberna Davy Byrnes, Myles na gCopaleen advirtió de una extraña sensación a su amigo íntimo O’Brien: la de montar en una bicicleta que parece nuestra pero nos sentimos igual que si nos la hubieran cambiado. No es que alguien nos la haya robado y sustituido por otra, es que cada bici tiene su personalidad, una vida privada y, por supuesto, su género. Las bicis hembra transmiten una inefable alteridad a los hombres que pedalean sobre ellas. Por ejemplo, si uno monta recio en su vehículo puede notar que, en un momento dado, se comporta como una independiente bici mujeril que lucha contra los mandatos masculinos. Myles na gCopaleen encontraba que eso constituía un horrible acto: el convertirse en una hembra por un momento. Algunos no comprendían por qué los hombres que intentan montarlas se volvían cohibidos, ocupados en oscuras maniobras. Ni la causa por la cual un hombre se llevó a una bici al campo a dar una vuelta y volvió embriagado, poseído por un espíritu profundo y poético. Fue entonces cuando Flann O’Brien empezó a elaborar su teoría sobre la literatura femenina.

Durante una visita a la casa de Seamus Deasúin, este intelectual de Cork se excusó ante Flann O’Brien por el mal olor que despedía su pozo negro. Al no oler la supuesta peste, el visitador le preguntó a qué se refería. El pensador le señaló la biblioteca que empapelaba casi todas las paredes de su salón y le confesó que veía a todos los escritores como villanos que se valían de su intelinsecto para llegar a conclusiones disparatadas que demostraban su estupidez final. Esos delirantes sabios creían poder juzgar la vida mientras se vive. Sólo las mujeres saben cómo vivimos en realidad; llegamos al umbral de una casa pero hemos de quedarnos a las puertas. Ellas se quedaban sin poder penetrar hacia el calor del hogar, ni escapar al frío de la calle, tenían que habitar el portal. Se las obligaba a vivir al margen, en el exilio, sin contar con su visión del mundo, sin su sabiduría.

Unamuno, siendo un chico del coro, no podía evitar la tentación de destemplar la voz para arruinar la bella armonía de aquel ruido vocal. Una vez que lo hacía, se había distinguido del resto, ya tenía una personalidad propia. Luego gritaría: a mí no me clasifica nadie y menos el público”. La sed de romper barreras, de no someterse a reglas ni leyes, fue encarnada a la perfección por Marina Ginestà. Esta creyente comunista salió despedida a México, tras rebotar en Francia, acabada la bronca civil. Casi pierde un brazo en su huida. Ahora está en el exilio, sola en casa ajena. Su habitación daba a un jardín. Despojos de una hija desaparecida encima de los muebles, su mortaja debajo de la manta. La familia que acoge a Ginestà tenía unos modales que tiraban a ceremonia provinciana. La nueva hubo de acostumbrarse a las horchatas, los paseos en calesa y la visita del confesor. Cada noche las eléctricas luces se apagan. Entonces, las lámparas de aceite, las estrellas y la luna se encendían. Los anfitriones temían a plagas como los mosquitos o las facturas de la luz.

En la oscuridad solo se iluminaban las estampas religiosas y los recuerdos. Ginestà, tendida sobre el sudario ajeno, parecía muerta. Según su juvenil ardor, ella creía que se volvía a la vida cuando se juntaban los cuerpos en el beso. De la misma forma que uno sopla aliento en el que se ahoga. Si no, andamos sonámbulos, muertos vivientes en busca de compañía. Por lo tanto, revivía sus intimidades con un miliciano, aquel que posó sus labios cerca del dedo anular izquierdo; le pedía así perdón por algo que contaré más tarde. Esta ceremonia también predecía un próximo asalto de placer, tras el cual quedarían temblorosos y agradecidos. Echaba de menos esos senderos sombríos que conducían a un crisol en el que fundirse juntos al mismo tiempo.

Marina Ginestà, en sus tiempos de miliciana, caminaba por los campos de batalla sin temblar, acostumbrada a la melodía de la artillería. En sus oídos se quedaron para siempre los estallidos de lo que explotó, de lo que explotará. Pues, durante los bombardeos, podía oír silbar a los morteros abandonados a su suerte llamando su atención. El anarquismo nacía de una desazón: lamentar las guerras por declarar, llorar a los muertos por caer. En el bando contrario había otros anarquistas que pregonaban la sangre como solución. El amante que yacía junto a Ginestà tenía una herida en el costado. En el lecho compartido, le contó que debajo de su piel aún se escondía un fragmento de mortero. Lo hirieron dos veces, dos malos recuerdos. Una vez a orillas del Ebro, otra, delante de Huesca, recién inaugurada la guerra. La bala, apostada aún cerca del pulmón, en ocasiones le cortaba la respiración; puede que algún día termine su trabajo y lo hiera de muerte; sin poder respirar, se ahogará poco a poco, su pecho hecho un charco.

En su casa mexicana, Ginestà escuchaba a la tormenta, fuera, acompañando a sus miradas internas. La tromba de agua ahogaba a las plantas, sumergidas en el charco interior del edificio. Las gotas ametrallaban el techo de zinc. Por la ventana veía a los árboles sufrir en silencio, a manera de aquel que se quedó seco en la acera. El Peludo se moría bajo las ruedas del camión. A ella se le caían las lágrimas claras por las mejillas mientras apretaba los dientes con fuerza. El vendedor de hielo excusó que él no había cometido crimen alguno, la víctima era un mero animal. “¡Animal usted!” le contestó su voz rota. “Lo hizo adrede. Lo ha aplastado contra la pared adrede”. La camioneta chorreaba agua helada sobre el perro ya muerto. Ginestà sabía que El Peludo había sido ejecutado; el helador hacía tiempo que buscaba reventarlo bajo las gomas. En el suelo lo que acababa de morir, en su pecho lo que había que matar: recuerdos, enemigos, remordimientos. Volvió a la casa de acogida, empapada, cerrando bien su chaqueta bajo la lluvia.

Mercé Cardona agarraba a los armados por las solapas. “¡Tirad los fusiles al agua! ¡Que vayan los ricos a defender sus minas! ¡O todos o ninguno!”. Pero nadie pudo retenerlos. Al volver hechos unos cadáveres cubiertos de polvo africano, ríos populares fluyeron hacía las iglesias y los conventos de Barcelona. Las hachas y las gorras rojas del Partido Radical guiaban el camino. En la capital, socialistas y anarquistas apenas había.

Ginestá se decía que esa algarabía significaba la victoria de los nuevos privilegiados del dinero que propagaban el fuego hacia las viejas instituciones feudales para reemplazarlas. Así salvaban las fábricas, los puertos, los bancos, centros vitales de lo moderno. La miliciana tenía la sensación de no haber pisado nunca Barcelona. Allí nació. Aunque, desde los días de la huelga general, aquella cambió de olores, colores y honores. Ese sueño tuvo un mal despertar. Barcelona se fue. A Ginestà solo le quedan su Sant Antoni, el Paral·lel, su Sants. A pesar de ello, allí perdió su vida. Hoy tiene que aprender a ser otra. Lo que vivió esos días sirvió de lección al mundo.

Un 14 de agosto Ginestà llegó a Bujaraloz. Acompañaba a Koltsov, el mensajero soviético enviado por Pravda. Ella interpretaría lo que tenía que decir Durruti en la entrevista. El jefe anarquista creía segura la caída de Zaragoza. Cruzarán el Ebro. Aniquilarán al fascismo aunque apenas le queden hombres para celebrar la victoria. Alrededor de sus palabras se festejaba el triunfo por venir, anunciado por las banderas llenas de rojo y negro ondeando al polvo ardiente, por pancartas que rezaban “moriremos, pero cubiertos de gloria”. Aquel día, Marina Ginestà no sabía que había traducido una sentencia de muerte. Durruti se permitió criticar a Stalin delante de un agente soviético. Koltsov cumplía un encargo del hombre de acero: denunciar las diversas encarnaciones de Trotski. Pronto, ella supo de la caída de Durruti, su enemigo ideológico y compañero de armas. También conocía a un asesino de anarquistas. Ramón Mercader la amó durante algunos días revolucionarios, antes de ir a México a romperle la cabeza a Trotski. 

En un aparte, Durruti y Ginestá hablaron de cómo las mujeres ya dejarán de estar sometidas; cómo se vaciarán los prostíbulos gracias al amor libre, las universidades se llenarán de talentos femeninos, ninguna tendrá como única salida un casamiento afortunado. Entonces, ella le dijo que para eso se necesitaba acabar con todo para empezar de nuevo. Había que establecer un nuevo origen, aunque fuera por las armas. Si no, esas mujeres se dedicarán a seguir los senderos que los varones marcaron como el único camino a seguir. Los hombres silenciaron la voz femenina y llenaron el mundo de su visión viciada de la realidad. Hay que borrarlo todo. Empezar de nuevo. Durruti le sonrió, animado por el anarquismo radical de aquella escritora comunista y le dijo que ella podría escribir ese nuevo comienzo, uno que no justificara a un tirano, ni a un dios, sino a la belleza de la libertad absoluta.

Mataron a Durruti. Pero Ginestá aún podía ver algunos restos de la revolución. Quedan los lugares por donde marcharon, las fosas en donde descansaron los caídos, los fragmentos de lo destrozado. Hicieron un alto en el camino a Zaragoza. Unas manchas de sangre denunciaban la tragedia que había tenido lugar allí. El cielo demasiado azul, las colinas amarillas por la zarza seca. El paisaje había sobrevivido a la batalla. Los paisajes siempre lo harán. También había una choza inmaculada rodeada de un verde maíz esmeralda. Allí vivían los campesinos olvidados por todos menos por los milicianos. Aquellos desgraciados no conocerían a los que vivieron y mataron por ellos. Sin embargo, sus vidas habían cambiado sin solución. La miseria ya nunca se miraría como se mira a la inevitable lluvia. Por tanto, había que buscar el triunfo entre los restos del desastre. Un niña salió de la choza, orgullosa, y saludó a Ginestá con la mano.

En el ánimo de cada autor se esconde el intentar besar al lector, sin usar los dos labios ni la lengua, sino las dos páginas y el lenguaje. Si llega la seducción, el leedor también hará lo propio con lo escrito, como Calisto deseaba llegar a su Celestina a besarle esas manos llena de remedio, pues habrá encontrado una solución, aunque vana, a su soledad.

D.T. Suzuki denuncia la confusión de lo mudo con la ausencia de elocuencia. Según el budista zen, Occidente se enamora de un verbalismo que no puede competir con la locuacidad del sigilo oriental. Nietzche aconseja elegir bien con quien se anda, recomendando la hermandad con los que esperan poco, los que aceptan su propia existencia tal que un regalo, como si los pájaros o las abejas se la trajeran; con los que se comprometen de tal forma con el conocimiento y la rectitud que no tienen tiempo para buscar la gloria. En el tratado Sobre la mántica, Posidonio marca a los sueños con tres blasones. Uno de ellos corresponde a los ensueños susurrados por las almas inmortales que se mecen en el aire, en los cuales se nos sugiere la verdad, pero nunca se nos aclara cuál es. Esta lección, divulgada en su escuela de Rodas, nos anima a imaginar, acaso, con un universo umbrío en el que también sobrevivan los sueños recitados por estos seres eternos. Así, al pasar al otro lado para no volver, al vacío oscuro, quedarán mis fantasías errantes, en la intimidad de un eco infinito; mis sueños me sobrevivirán.

Cada vez que enfrento un poema a mi mirada, descubro cómo se enroscan nuevos versos dentro del mismo. Nuevas rayas de letras que caen en una espiral cuyo centro queda oculto. Esto que cuento no ocurre siempre. Mi entendimiento debe detectar lo eterno de la composición, que esos términos aluden a otros en una escritura sin fin. Esta exageración conviene a lo poético. Li Bo, al pasear por el monte Yan, fue cubierto por copos de nieve tan extensos como esteras de esparto. De forma extraña, diría que, con cada curva, las palabras son menos, pero tienen más significado, formando una curvería que se quiere esconder de sí misma.

El resto de poemas sólo se rubrican una vez, agonizan tras cada línea hasta llegar a un mortal punto final. En ellos, no puedo develar ese pálido palimpsesto en el que se escriben una y otra vez variaciones de un prodigio, en vez de diferentes maravillas de distintos autores. Por tanto, desespero mientras despejo esas pistas, al desenrollar la madeja, pues espero encontrarme con quien esté en el centro del remolino. La mayoría de veces, el camino se hace tan largo que abandono mucho antes de lograrlo.

Sin embargo, Li Ang, me ha abierto los ojos. Ella rezaba para que a su marido le crecieran un par de pechos. Quería compartir con él el placer de sentir unas manos de un pequeño que intenta apresar sus mamas. Por medio de esas plegarias, aparec frente a ella un par de pálidos ojos verdes. Al principio, el mirar de esa nueva criatura extraña le sugería el nacimiento de un hijo, pero no sabe quién la espía tras ese verdor al desnudarse a solas.

Las elipsis de los ojos se trasladan a las muñecas que aún posee. A las inertes pronto le crecen un par de pechos. Años atrás, cuando niña, jugaba con una moña de trapo y otra de barro, las únicas posesiones posibles por culpa de un padre pobre que no se podía permitir lujos baratos. Desde entonces, se obsesiona con las mujeres de juguete, una manía solitaria pues el marido muestra un desinterés tan apasionado como las burlas de los vecinos al verla jugar, ¡a su edad! con sus preciados desechos.

Todas esas curvas, de los ojos, de los pechos, nacen de un deseo de ser madre, de tener otra redondez, esta vez en una barriga que acoja una nueva vida. Incluso, este conjunto de blandas redondeces se contrapone a las rectas impuestas por la fría convivencia marital o vecinal. Entonces identifiqué la ausencia de ángulos de lo femenino con el torbellino de los bellos cantos; la rígida y rectilínea autoridad de lo masculino con las desérticas planicies de los engendros prosaicos. O sea, se diría que, a fin de unirnos con el origen del poema, debemos evitar los páramos paternales y sumergirnos en lo maternal.

Robert Lowell, miembro de la aristocracia democrática americana, heredó el bastón de su abuelo. Tales golpes del destino le servían para tejer memorias rimadas sobre su pasado, el suyo propio o el común. En esa ocasión, más tarde abrió una circular lata de tabaco que escondía tesoros del ayer. Dentro, viejos tritones aniquilados por los días habían perdido sus lunares de leopardo y yacían enrollados sobre sí mismos, igual que cáscaras de pomelos confitados. Lowell, que se considera un joven anfibio camino de la gran caja, comparó la espiral que formaban esos cadáveres con un rollo de pergamino, los lunares con manchas de tinta. Ese abrir la lata se ha de confundir con el hallazgo de un yacimiento del que se sacan a la luz escritos antes perdidos. Al incluir las mondas de unos pomelos para apuntar a las curvas, nos golpea una revelación. Develar un escrito debe ser parecido a pelar un fruto, dejando que lo curvilíneo de la cáscara caiga y así llevarnos a su centro.

Yo creía que, tras dar los rodeos perpetuos, esos circuitos conformados por el discurso personal, el de su cultura y época, se llegaba al espíritu del creador. Lowell, el tritón, me esperaba en el último curvatón. Me equivocaba. Allí me colocaba yo, el lector. Y Lowell era como ese marido que tendría que tener pechos para saber lo que significa ser madre. La poesía, la literatura, solo alcanza su plenitud cuando se torna un diálogo entre mujeres. La lectora es la única de llegar al centro de las letras, ya estén escritas por un hombre que ha tomado el lugar de una autora transformándose en mujer mientras escribe o por una mujer que ha logrado hallar una forma de burlar la vigilancia de lo paterno.

 

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