CEUS (Centro para Ensayos, Entrenamiento y Montaje de Aeronaves no Tripuladas )

Con el paso del tiempo, he comprendido —o más bien, se ha revelado— el propósito del proyecto Casa Quemada: anunciar el advenimiento de un rearme con el que iniciar una nueva era de agresión a los más débiles.

Un titular, en su inocencia, alaba las virtudes de Huelva, resumidas en su riqueza en tierras raras, hidrógeno y drones. Una trinidad de relaciones vagas al igual que sugerentes. La noticia sigue. Europa, supongo que la diosa, necesita materia para sus sueños; materiales con los que fabricar armas impulsadas por el color verde, artilugios que, sí, podrán matar en el futuro, pero no se preocupen, que ahora se conforman con ser civiles. Se describe un cielo lleno de aeronaves que “coleccionan blancos”. Más colores. Blancos y verdes.


Mientras, estos pequeños aparatos no tripulados por persona alguna, como no podría ser de otra forma en esta época, se elevan entre los pinares onubenses, sobre sus dunas; con el fin de perfeccionar, no el arte de la guerra, sino el de la defensa y la seguridad. Las palabras deben ser escogidas con cuidado.

Mas el verdadero combustible, fósil en este caso, si se me permite la brutalidad, es el de algún inmigrante que se carboniza en una chabola no muy lejos de allí. Desterrado que trabaja y que se le reclama con el fin de construir una zona segura que él, por supuesto, nunca disfrutará.

El problema con la realidad es que, de sopetón, uno se topa con ella. Cosas de la física. Tropezamos con hogares improvisados hechos de paneles de madera, con techos de chapa. No solo los expatriados sufren. Millones de personas, es decir, la mayoría, no se beneficiarán de esos tesoros enterrados en nuestras tierras.

Hay que desengañarse. Los centros del saber prefieren las armas a las letras. Al menos los que reinan en la universidad, los que diseñan la educación. Busquen la foto que estos señores de la letra se hacen junto a los que animan a que se extraigan todos los minerales posibles en una en una feria de la ferocidad. Cerca, de ellos, aperos de matar.


Entramos en la fase en la que los dictadores intensifican su control ya sin máscaras. Se limpian los ríos con venenos; el metal vale más que el agua que bebes, pues da igual que esté contaminada si se utiliza para la máquina. Si los peces se mueren, o si nosotros no podemos beberla ¿qué más da? Estamos en la base sacrificada del reino, en medio de una guerra no declarada.

En las casas quemadas, casi siempre, mueren los jornaleros, ya sean andaluces, sobre todo en el pasado reciente, o, ahora, los traídos de África.


Las explotaciones que antes llevaban altos nombres ¡La Poderosa! ahora se esconden en siglas y términos en inglés, en una especie de modestia del sin sentido. Se habla de hub y así tenemos claro que todos estamos dentro de un circuito del que no se puede salir, pues su estabilidad se controla por la fuerza.

El origen puede que radique en la desconexión con lo natural. Aquellos tartesos que sacrificaron sus animales, sus caballos, que quemaron la casa y la sepultaron, sabían que dependían de ella si querían sobrevivir. Sin embargo, hoy, nosotros, con la cabeza llena de datos y conocimiento, suponemos que podemos agredir a esa misma naturaleza y no sufrir consecuencia alguna. Por eso no iniciamos ninguna acción desesperada como la tartésica, sino que confiamos en que alguien lo arregle. Incluso se recurre a una supuesta entidad artificial todopoderosa con el fin de que nos dé la solución a nuestros problemas. El tiempo se acaba y los elementos nos castigan cada vez con más dureza. Pero en nuestra soberbia no exigimos un cambio.

El rearme más bien se queda en un ataque a la propia población. Con métodos refinados y mucho más educados que antaño, claro.