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La tierra siempre tiene sed. No se sacia nunca.

No se sacian las máquinas, no se sacian los hombres.

En el paisaje protegido, el agua revela unas manchas ácidas, ocres.

Manchas de veneno, manchas de oro.

Desde principios de siglo, se anuncian en carteles metálicos que se prohíbe la caza, la pesca, el pastoreo.

Se prohíbe vivir, se prohíbe respirar, se prohíbe recordar.

Se quiere evitar que el veneno de los sulfuros pase a las entrañas de los animales y, luego, a nuestros estómagos. Pero ya nadie se acuerda de Boliden, de los fangos contaminados que llegaron hasta Doñana.

Lo peligroso ha dejado de ser metálico. Parlamentos de todos los colores se apresuran a abrir la tierra en canal.

No lo llames veneno, llámalo tesoro, material estratégico, vida, Europa...

Las máquinas sí pueden beber, pero tú no.

El ser humano vale mucho menos que el dispositivo que lleva en su mano.

La tierra siempre tiene sed. No se puede saciar. Tampoco se sacian los cementerios.